La visita pastoral a la parroquia Santo Cristo de Cuítiva, en septiembre de 2025, se vivió como un verdadero encuentro de fe y de fraternidad. Durante tres días la comunidad abrió sus puertas y su corazón para caminar junto a su pastor, compartiendo la riqueza de una vida sencilla, profundamente arraigada en el Evangelio y en las tradiciones campesinas que dan identidad a esta región boyacense.

Desde el primer momento se respiró un ambiente de acogida. Familias enteras, niños y adultos mayores, líderes de veredas y servidores de la parroquia se reunieron para recibir a su arzobispo. No fue una ceremonia distante, sino una bienvenida cercana, marcada por el saludo fraterno y la alegría de saberse Iglesia que camina unida. Las campanas del templo, las calles adornadas y los gestos espontáneos de la gente hablaron con elocuencia de una fe viva que sabe celebrar y agradecer.

La visita se convirtió en un recorrido por la vida real de la parroquia. En cada encuentro se palpaba la fuerza de una comunidad que sostiene su fe en medio del trabajo diario. Las veredas compartieron sus historias y sus desafíos: el cultivo de la tierra, la vida familiar, la esperanza de un futuro mejor para los hijos. En cada palabra se reconocía la certeza de que Dios acompaña la historia de este pueblo. Las casas, las escuelas y los espacios comunales se volvieron lugar de diálogo, de escucha atenta y de oración compartida.

Los niños y jóvenes ofrecieron un testimonio luminoso. Con cantos, preguntas y una alegría contagiosa mostraron que la fe también se aprende en el juego, en la amistad y en el estudio. Los docentes y catequistas, fieles en su servicio, expresaron el compromiso de educar en valores cristianos, conscientes de que cada semilla de fe germina en el corazón de la nueva generación. La sonrisa de los pequeños, la participación de los adolescentes y el respeto de los mayores tejieron un ambiente de familia que dejó una huella profunda.

Uno de los momentos más significativos fue la cercanía con los enfermos y adultos mayores. Allí, en el silencio de los hogares y en el diálogo sereno, la visita se hizo gesto de consuelo. Las manos que se estrechan, las bendiciones pronunciadas en voz baja, la mirada de quienes cargan años y memorias revelaron el rostro misericordioso de la Iglesia. No hubo prisa; cada visita fue un espacio para escuchar, animar y recordar que nadie queda al margen del amor de Dios.

El corazón campesino de Cuítiva se hizo sentir en cada detalle. Los caminos rurales, los cultivos que perfuman el aire, la hospitalidad de las familias y la mesa compartida recordaron que la fe se alimenta también de la tierra y de la cultura. La gente no solo recibió a su pastor; le mostró con orgullo el fruto de su trabajo y la belleza de su entorno, convencida de que la creación es don y tarea. Esa interacción natural entre fe y vida diaria dio a la visita un carácter profundamente humano.

En el templo parroquial, las celebraciones eucarísticas reunieron a todos. La oración común, los cantos tradicionales, la participación de los distintos ministerios y la palabra proclamada fortalecieron el sentido de pertenencia. La liturgia, sencilla y fervorosa, se vivió como el centro que une a las familias, a las veredas y a los distintos servicios de la parroquia. Allí se hizo visible que la comunidad de Cuítiva no es una suma de individuos, sino un solo pueblo que alaba y agradece.

Al despedirse, el arzobispo expresó gratitud por la fe y la perseverancia de la gente, invitando a continuar el camino de comunión y misión. Más que un discurso, sus palabras resonaron como eco de lo ya vivido: la certeza de que la Iglesia se edifica en la cercanía, en el compartir de las alegrías y en el acompañamiento de las dificultades. La comunidad, fortalecida en la esperanza, quedó animada para seguir trabajando por una pastoral viva, atenta a los más pobres y abierta a los nuevos retos.

La visita pastoral no fue un evento aislado. Fue la confirmación de un tejido eclesial que se renueva en la escucha mutua y en la sencillez de la vida cotidiana. Cuítiva mostró que la fuerza de la Iglesia está en la fe de su gente, en su capacidad de acoger, de celebrar y de permanecer unida. La memoria de esos días permanece como un signo de que el Evangelio florece allí donde la comunidad se reconoce familia y camina, hombro a hombro, guiada por el Espíritu.

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