¿Quién nos ha convencido de que amar es opcional? ¿Quién nos robó el fuego primero del Evangelio, que incendió los corazones de pescadores, prostitutas, publicanos y pecadores hasta convertirlos en santos, mártires, testigos vivos del Reino? ¿Quién nos convenció de que seguir a Cristo es simplemente “portarse bien”, y no una revolución del alma, una insurrección santa contra la lógica fría del egoísmo y la indiferencia?
Cristo hoy, en este Quinto Domingo de Pascua, nos mira con la ternura de un Dios que ha atravesado la cruz y el sepulcro para plantarse frente a nosotros y decirnos: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo los he amado” (Jn 13,34).
¡Pero qué escándalo! No nos da una nueva doctrina, no nos entrega una nueva ley moral ni un conjunto de ritos más complejos. No. Nos da un mandamiento. Uno solo. Y es el más difícil. Porque amar como Cristo no es una emoción. No es una simpatía. No es ni siquiera buena educación. Amar como Cristo es hacerse pan partido, vino derramado, vida entregada.
San Juan Crisóstomo decía: “No hay nada más frío que un cristiano que no se preocupa por la salvación de los demás”. Y San Agustín lo repetía a su pueblo en Hipona: “Ama y haz lo que quieras; porque si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor”. El amor no es un añadido. El amor es el código fuente del cristianismo. Es la estructura de la Iglesia. Es la respiración del alma nueva en Cristo.
¿Y qué hemos hecho de ese amor? Lo hemos domesticado. Lo hemos encerrado en lo privado. Lo hemos reducido a filantropía, a diplomacia, a sonrisas que ocultan el vacío. Decimos “Dios es amor”, pero vivimos como si fuera indiferencia. Decimos “Cristo vive”, pero actuamos como si la resurrección fuera solo una historia simbólica para consolar viejitas tristes.
Y, sin embargo, escuchamos hoy a Pablo y a Bernabé en los Hechos de los Apóstoles, regresando a Listra, Iconio y Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe (cf. Hch 14,22). No les prometieron éxito ni comodidad. Les dijeron: “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. Esta es la mística cristiana: la cruz es el camino del amor verdadero.
Y aún más: el Apocalipsis nos recuerda que todo esto no es en vano. Que el amor no es un romanticismo débil, sino la semilla del cielo nuevo y de la tierra nueva. Dice el vidente Juan: “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos… y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Ap 21,4). ¿Acaso no arde nuestro corazón al oír esto? ¿No es esto lo que anhelamos? Una ciudad en la que no haya más orfandad, más balaceras, más hambre, más suicidios juveniles, más violencia doméstica, más soledad disfrazada de éxito. ¡Y esa ciudad comienza aquí, hoy, cuando nos atrevemos a amar como Cristo!
Pero, ¡cuidado! Este mandamiento del amor no es una excusa para la mediocridad. No es tolerancia tibia ni sentimentalismo superficial. El amor del Evangelio es exigente, concreto, profético. No calla ante la injusticia. No tolera la corrupción. No se arrodilla ante el dinero. No se vende al aplauso fácil. El amor cristiano tiene sangre en las manos, sudor en la frente, y lágrimas en los ojos. Como Cristo en el huerto. Como los santos en la historia. Como los mártires de hoy que dan su vida en silencio en tantos rincones del mundo.
Queridos hermanos: el amor no es solo nuestro mandamiento, es nuestra identidad. “En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se aman unos a otros” (Jn 13,35). Y si el mundo ya no reconoce a los cristianos, no es porque no hablemos de Dios, sino porque no vivimos como hijos de Dios. Lo decía el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades” (EG 49). Una Iglesia que ama se ensucia. Una Iglesia que ama se cansa. Una Iglesia que ama, muere… ¡y resucita!
Hoy, en este domingo pascual, se nos llama a dar testimonio. No con pancartas ni doctrinas, sino con gestos. Con presencia. Con una caridad desbordante que no calcula. Que no pregunta si el otro lo merece. Porque Cristo no preguntó si tú y yo merecíamos la cruz.
En nuestras parroquias, en nuestras casas, en nuestros colegios, ¡hay que amar más! Hay que reconciliarse, hay que hablar menos mal del prójimo, hay que escuchar más, hay que dar de comer, hay que enseñar al que no sabe, hay que acompañar al que está solo, hay que mirar a los ojos, hay que acariciar a los niños y respetar a los viejos. Hay que vivir como discípulos. No como empleados del templo.
Y si tú me dices que eso es muy difícil, que es muy duro, yo te responderé como Jesús al joven rico: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios” (Mc 10,27). Porque Él vive. Y su Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones. Porque el Resucitado camina con nosotros. Y porque el amor verdadero ya venció a la muerte.
Entonces, ¿a qué esperas? Hoy es el día. Hoy es el momento. Ama como Cristo. Que el mundo sepa que eres discípulo. No por tus palabras. No por tus oraciones. Sino por tu amor.
Y que ese amor nos conduzca, como rezábamos al inicio de esta liturgia, a producir muchos frutos y alcanzar, al fin, los gozos de la vida eterna. Amén.