Hoy la Iglesia se viste de fiesta y de sangre, de gloria y de martirio. Hoy resuenan los pasos de dos hombres que no fueron santos desde la cuna, pero que murieron apóstoles de fuego. Hoy la Iglesia celebra no a dos estatuas inertes ni a dos leyendas lejanas, sino a dos columnas vivas de carne y espíritu: Pedro, la roca quebrada que sostuvo la Iglesia, y Pablo, la espada del Evangelio que abrió camino entre las naciones.

Los celebramos juntos porque la gracia los unió, aunque sus caminos fueran distintos. Uno era pescador sin letras, el otro fariseo culto. Uno negó, el otro persiguió. Uno fue llamado junto al lago; el otro, derribado del caballo. Pero ambos, ambos, fueron alcanzados por Cristo. Y eso lo cambió todo. ¡Todo!

Y hoy, cuando el mundo intenta separar a Cristo de su Iglesia, cuando muchos dicen “yo creo en Dios, pero no en la Iglesia”, la liturgia nos grita lo contrario: ¡no hay Cristo sin Iglesia, y no hay Iglesia sin apóstoles!

Pedro. ¡Ah, Pedro! El impetuoso, el que hablaba antes de pensar, el que juró fidelidad y terminó llorando por haber traicionado. Pero también el que, humillado, fue restaurado. “¿Me amas?”, le preguntó Jesús. Tres veces. Una por cada negación. Y Pedro no se defendió. Solo respondió: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”. No con argumentos, sino con el corazón abierto. Fue entonces cuando Jesús no le dijo: “Entonces, quédate tranquilo.” No. Le dijo: “Apacienta mis ovejas.”

Cristo no busca apóstoles perfectos. Busca apóstoles que amen más de lo que temen.

Y Pablo, el perseguidor convertido. El enemigo de la fe que terminó escribiendo la mitad del Nuevo Testamento. ¿Qué pasó? ¿Cómo se pasa de asesino a santo? La respuesta es simple y aterradora: Cristo se le atravesó en el camino. Y cuando Cristo se atraviesa, uno no queda igual. O se le sigue, o se le huye. Pablo eligió seguirlo. Hasta el final. Hasta el filo de la espada.

Y no lo hizo por fama. No lo hizo por poder. Lo hizo porque escuchó una voz: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y comprendió, en un instante que cambió su historia, que perseguir a los cristianos era perseguir a Cristo.

Queridos hermanos:
Estos hombres murieron por la Iglesia. Murieron por Cristo. Murieron por el Evangelio. ¿Y nosotros? ¿Qué estamos dispuestos a entregar?

¿Nuestra comodidad? ¿Nuestro miedo al qué dirán?
¿Nuestra agenda pastoral segura pero sin fruto?
¿O acaso hemos caído en la ilusión de que se puede ser cristiano sin sacrificio, sin fuego, sin cruz?

La Iglesia necesita menos burócratas y más mártires.
Menos apóstoles de escritorio y más testigos del barro, de la calle, del grito, del pueblo.
Menos discursos correctos y más palabras que ardan como espada en el corazón.

El Papa Francisco nos lo ha recordado con valentía:

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encierro y comodidad.” (Evangelii Gaudium, 49)

Y también San Agustín nos lo gritaba con fuego hace siglos:

“No sería apóstol si no amara. No me temo por el mar, sino por mi tibieza.” (Sermón 101)

Hoy es un día para tomar postura.
Hoy Jesús nos mira, como miró a Pedro, y nos pregunta:
“¿Quién dices tú que soy yo?”
No basta repetir lo que dicen otros.
No basta la fe heredada.
No basta saberse el Credo de memoria.
Jesús no pregunta por teorías.
Jesús pregunta por una confesión personal y radical:
“¿Tú… quién dices que soy?”

Y si le respondemos, como Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”,
entonces no hay excusas.
Entonces Él también nos dice:
“Tú eres piedra. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.”
No importa si esa piedra está agrietada por el pecado.
Dios edifica con ruinas, cuando encuentra corazón.

Hoy, como Pedro y Pablo, estamos llamados a renovar nuestro amor por la Iglesia.
Una Iglesia que ha sido golpeada, sí. Criticada, sí. Herida por dentro, sí.
Pero que sigue siendo la esposa amada de Cristo,
la madre que nos da la fe,
la comunidad que custodia el Evangelio.

No la amamos porque sea perfecta, sino porque es de Cristo.

Querida comunidad:
Cristo sigue necesitando apóstoles.
Sigue necesitando profetas.
Sigue necesitando piedras sobre las que levantar su Reino.
¿Estás dispuesto?
¿Estás dispuesto a dejar tus redes como Pedro?
¿A cambiar de rumbo como Pablo?

Entonces escucha esta voz:
“Ánimo. Levántate. El Señor te llama.”

¡No más cristianos cómodos!

¡No más agentes de pastoral adormecidos!
¡No más parroquias de mantenimiento!
El mundo necesita testigos, no decoradores de templos.
Necesita profetas, no asalariados del altar.
Necesita hombres y mujeres que, como Pedro y Pablo,
ardieron por dentro hasta arder por fuera.

Y si alguno de ustedes se siente indigno, cobarde o débil, recuerde:
Pedro también lo fue. Pablo también lo fue.
Pero Dios no llama a los perfectos. Dios perfecciona a los que llama.

Por eso hoy, al recibir la Eucaristía, no lo hagamos por rutina.
Hagámoslo como quien se alista para el martirio.
Como quien dice: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.” (Gal 2,20)

Que Pedro interceda por nuestra fidelidad.
Que Pablo interceda por nuestra pasión misionera.
Y que nosotros no callemos, no cedamos y no retrocedamos.

Porque la fe que no se arriesga, se oxida.
Y la Iglesia que no arde, se apaga. Amén.

 

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