Hoy, en este Tercer Domingo de Cuaresma, la Palabra de Dios nos habla con la urgencia del fuego y la paciencia de la brisa. Nos dice que el tiempo es corto, que la conversión es necesaria y que la misericordia de Dios no es una justificación para la tibieza, sino un llamado a dar fruto.

Moisés ve la zarza ardiente y se acerca con asombro. Es un fuego que no se consume, una imagen de la presencia de Dios que inflama sin destruir. Y Dios le habla: “Yo soy el que soy”. Este es el nombre santo e inefable de nuestro Dios, un Dios que no es una idea abstracta ni un juez impasible, sino el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que ve la opresión de su pueblo y desciende a liberarlo. ¡Qué lección para nosotros! Dios no es un espectador de la historia; Él se involucra, se abaja, se hace cercano. Pero, si Dios desciende para salvarnos, ¿qué hacemos nosotros? ¿Nos quedamos indiferentes?

Jesús, en el Evangelio, rechaza la lógica simplista del castigo divino. No es que los galileos muertos por Pilato o los aplastados por la torre de Siloé fueran más pecadores que los demás. Pero advierte: “Si no se convierten, todos perecerán de la misma manera”. ¡Qué palabras tan tremendas! Nos recuerdan que el pecado es más que una falta moral: es una enfermedad mortal del alma.

Y aquí viene la parábola de la higuera. Esa higuera estéril somos nosotros cuando vivimos sin dar frutos de justicia, de amor, de verdad. Dios nos ha plantado en su viña con una misión: ser fecundos en buenas obras. Pero, ¿cómo es posible que haya cristianos que pasan su vida como árboles secos en medio de un jardín floreciente?

El dueño de la viña dice: “Hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala!”. Esta es la justicia de Dios: no hay espacio en su Reino para una fe muerta, para una vida de pura apariencia. Pero entonces, el viñador intercede: “Déjala un año más, cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”. Aquí está la misericordia. Dios no nos condena de inmediato, nos da tiempo, nos rodea de gracias, nos cultiva con su Palabra y su Eucaristía. Pero atención: la paciencia de Dios no es infinita. El tiempo de conversión es ahora.

San Pablo nos advierte en la segunda lectura: “El que se crea seguro, cuídese de no caer”. No nos engañemos pensando que basta con haber sido bautizados o con venir a Misa de vez en cuando. No basta con llamarnos católicos si nuestra vida no refleja el amor de Cristo. La tibieza es más peligrosa que la incredulidad porque adormece el alma con la falsa seguridad de que todo está bien. Y la tibieza no es otra cosa que una higuera sin frutos.

Pero, ¿cómo dar frutos? ¿Cómo convertirnos verdaderamente? La respuesta está en el camino de la Cuaresma: oración, ayuno y limosna. Oración, porque sin Dios nada podemos. Ayuno, porque debemos renunciar a lo que nos esclaviza. Limosna, porque el amor a los pobres es el termómetro de nuestra fe.

La Iglesia nos llama a una fe vibrante y fecunda. La Cuaresma no es una temporada de lamentos, sino un tiempo de transformación. La zarza arde y no se consume: Dios nos sigue hablando. La higuera aún está en pie: todavía hay tiempo. Pero llegará el día de la cosecha, y entonces el Dueño de la viña vendrá a buscar frutos. Que cuando llegue ese día, el Señor encuentre en nosotros frutos de santidad, de justicia, de amor. No dejemos pasar este tiempo de gracia.

Amén.

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