Hoy la Palabra de Dios nos pone frente a una virtud que nos cuesta mucho vivir, pero que es esencial para caminar como discípulos de Cristo: la humildad.
El libro del Eclesiástico nos decía: “Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte”. Y Jesús en el Evangelio nos repite con claridad: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
Y aquí podríamos preguntarnos: ¿qué significa vivir la humildad en nuestra vida cotidiana?, ¿acaso se trata de ser débiles, de no tener sueños, de dejar que los demás pasen por encima de nosotros? No. La humildad no es negar lo que somos, ni rebajarnos; la humildad es vivir en la verdad: reconocer que todo lo que somos y tenemos es don de Dios, y que nuestra grandeza está en amar y servir.
Piensa en tantas personas sencillas de nuestras comunidades: la mamá que se levanta temprano y con amor prepara el desayuno de sus hijos; el campesino que trabaja la tierra sin que nadie lo aplauda; el joven que cuida a sus abuelos ancianos; el sacerdote o la religiosa que entregan su vida en silencio… ellos nos muestran que la humildad no hace ruido, pero transforma el mundo.
Jesús nos da hoy un consejo muy concreto: “Cuando te inviten, no busques los primeros puestos”. En el fondo, lo que nos dice es: no busques sobresalir, no vivas pendiente de los aplausos, no pongas tu valor en lo que los demás piensan de ti. El humilde no necesita llamar la atención, porque sabe que su valor viene de Dios.
Y va más allá: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos”. Es decir, abre tu corazón a los que no pueden devolverte el favor. Porque la verdadera humildad se vive cuando servimos sin esperar recompensa, cuando damos sin buscar que nos lo paguen.
La Eucaristía que celebramos es precisamente un banquete de humildad. Aquí no hay ricos ni pobres, importantes o pequeños: todos venimos necesitados de la misericordia de Dios, y todos recibimos el mismo Pan. Aquí Jesús nos recuerda que la grandeza está en hacernos servidores.
Hermanos, la humildad no es pensar menos de uno mismo, es pensar más en los demás. No es encogerse, es abrir el corazón. No es dejar de soñar, es poner los sueños al servicio del bien común.
Pidamos hoy al Señor: “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”. Que esta semana vivamos la humildad con gestos sencillos: agradecer cada día, dar espacio al otro, servir en silencio y pedir perdón cuando nos equivocamos.
Porque al final, como nos dice el Evangelio, el que se humilla será enaltecido, y la verdadera grandeza está en parecernos a Cristo