Hoy no es un domingo más. Hoy, mientras el tiempo pascual resplandece en la Iglesia como un fuego que no se apaga, se abre ante nosotros una imagen que, por su ternura y su fuerza, ha atravesado los siglos, las lágrimas y las búsquedas del alma humana: el Buen Pastor. No un pastor cualquiera, sino el único que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11), el único que conoce nuestras heridas por nombre, el único que no huye ante el lobo, el único que no abandona al caído, al rebelde ni al extraviado.

Este Buen Pastor no se limita a protegernos como quien encierra el ganado por la noche. Él va más allá. Jesús, con voz profética y entrañable, declara: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen… y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28). ¡Qué palabra, hermanos! ¡Qué promesa! Nadie. Ningún poder humano, ninguna tiniebla, ni siquiera nuestros pecados o fragilidades más hondas pueden robarnos de las manos de Cristo, si de verdad le seguimos y escuchamos su voz.

Pero aquí está el nudo de nuestra historia: ¿escuchamos su voz? En una época ruidosa, ensordecida por ideologías, por la cultura del descarte, por la idolatría del yo, por redes sociales que más que comunicar nos dispersan, ¿tenemos el oído entrenado para reconocer la voz de Cristo? ¿O hemos hecho de nuestro corazón un rebaño sin pastor, donde cada uno hace lo que le parece, como en los días del libro de los Jueces?

Permítanme hablar con la libertad que da el Evangelio y la pasión de los primeros apóstoles. San Pablo y Bernabé, en la primera lectura, proclaman con valentía a los judíos que rechazan el mensaje: “Nos dedicamos a los gentiles” (Hch 13,46). No lo hacen por desprecio, sino por obediencia. Porque el Evangelio es para todos. Y si hay quienes lo rechazan, no se detiene el anuncio. La misión se abre. El rebaño se expande. El Reino no se encierra en las costumbres de unos pocos, sino que rompe fronteras, toca a los últimos, busca a los olvidados.

¡Qué triste sería una Iglesia que no se deja empujar por esta misma urgencia misionera! ¡Qué tragedia una comunidad que se vuelve autorreferencial, que sólo habla para los que ya están dentro! “Nos dedicamos a los gentiles”, es decir: nos dedicamos a los alejados, a los jóvenes que no pisan más una iglesia, a los pobres que ya no esperan nada de nosotros, a las mujeres rotas por la violencia, a los campesinos que viven con hambre, a los migrantes que deambulan como ovejas sin pastor.

Y aquí entra nuestra responsabilidad. Porque Jesús, el Buen Pastor, no pastorea solo. Él, al resucitar, ha querido que su voz se escuche también por medio de nuestras palabras, que su presencia sane a través de nuestras manos, que su amor abrace a través de nuestra entrega.

Por eso necesitamos pastores, sí, pero también necesitamos ovejas que se dejen pastorear y que se conviertan a su vez en instrumentos del Pastor. ¡Cuánto dolor cuando un pastor se convierte en asalariado! —decía San Agustín—. Pero también ¡cuánta tristeza cuando las ovejas prefieren las zarzas del mundo a los verdes pastos del Evangelio!

Este domingo es, también, la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. ¿Cuántos jóvenes están llamados por Jesús, pero viven distraídos entre la ansiedad de tener y la presión de aparentar? ¿Cuántos podrían ser sacerdotes, religiosas, misioneros o laicos consagrados, pero no tienen quien les anuncie con ardor que el Buen Pastor los llama por su nombre?

¡Hermanos, que nadie calle la voz del Pastor! Que ninguna comunidad ahogue la vocación de sus hijos por miedo o mediocridad. Que ningún joven se diga indigno, porque el Pastor no llama a los perfectos, sino que perfecciona a los llamados.

Y a quienes ya hemos dicho sí —como sacerdotes, catequistas, animadores, padres de familia, servidores—, recordemos: no somos dueños del rebaño. No se nos ha dado autoridad para dominar, sino para servir. No se nos ha confiado un cargo, sino almas. “El que se quiera hacer grande entre ustedes, que sea el servidor de todos” (Mc 10,43). ¡Qué distinto sería el mundo si los líderes, civiles y religiosos, actuaran como pastores al estilo de Jesús y no como mercenarios del poder!

Escuchen ahora, con el corazón abierto, esta imagen del Apocalipsis que nos ha sido proclamada: una multitud incontable, de todos los pueblos y lenguas, vestidos de blanco, de pie ante el Cordero (cf. Ap 7,9). Son los que perseveraron, los que creyeron en medio de la tribulación, los que no se dejaron arrebatar. Y dice el texto que “el Cordero los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas” (Ap 7,17). Qué belleza: el Pastor es también el Cordero. El que guía es el que se dejó inmolar. El que conduce es el que primero fue conducido al sacrificio por amor a nosotros.

Esa es la lógica del Evangelio. La paradoja pascual. No hay resurrección sin cruz, pero tampoco hay cruz que no sea fecundada por la resurrección. ¿Estamos dispuestos a seguir a ese Pastor? ¿O preferimos seguirnos a nosotros mismos?

Hermanos, hermanas, la Pascua no es un recuerdo. Es una provocación divina que nos pregunta: ¿A quién estás escuchando? ¿Quién guía tu vida? ¿Qué voz determina tus pasos? Si no es la voz del Buen Pastor, entonces quizás estemos caminando… pero hacia el abismo.

Termino con las palabras de San Gregorio Magno, doctor de la Iglesia y gran pastor: “En la medida en que amas, apacienta. En la medida en que apacientas, ama”. Y en nombre de Cristo, les suplico como Pablo: no sean ovejas mudas ni pastores dormidos. Dejen que su corazón arda, que su vida proclame, que su comunidad resplandezca. El mundo necesita pastores que huelan a oveja y ovejas que huelan a cielo.

Amén.

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