¡Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo! (Sal 118,24).
¡Oh, día glorioso en que la Vida venció a la muerte, en que el Cordero inmolado y victorioso se presentó resucitado ante los suyos! Hoy, en esta aurora de la Pascua que no tiene ocaso, somos llamados a la fe viva, a la fe que no reposa en cálculos ni en seguridades humanas, sino en el soplo del Espíritu que todo lo renueva.
Contemplemos el Evangelio: los discípulos están encerrados, las puertas atrancadas, el miedo como un huésped oscuro los atenaza. ¡Qué cuadro tan actual! ¿No es acaso el miedo el mismo que hoy nos encierra tras las puertas de nuestra indiferencia, de nuestra comodidad, de nuestra tibieza espiritual? ¿No somos nosotros quienes, como Tomás, exigimos pruebas palpables para creer en la fuerza del Amor, como si Dios tuviera que someterse al tribunal de nuestra limitada razón?
Mas he aquí que, contra toda cerrazón humana, Jesús resucitado irrumpe y se pone en medio de ellos, no con reproches, sino con una palabra que es bálsamo y mandato: “Paz a ustedes” (Jn 20,19). Y en este saludo resuena la voz misma del Padre, que “nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo” (2 Cor 5,18).
¡Paz! No la paz superficial que el mundo promete con falsas seguridades, sino la Paz que brota del costado traspasado, la Paz que ha vencido al pecado, la Paz que inaugura la nueva creación.
San Agustín, aquel gigante de la fe, exclamaba: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I,1). Y esa inquietud, ese anhelo inextinguible que arde en el alma humana, sólo encuentra su plenitud en la Pascua de Cristo.
Miremos ahora a Tomás, nuestro hermano en la duda. ¡Cuánto le debemos! Porque su incredulidad se convierte en una ocasión luminosa para todos nosotros. “Si no veo… no creeré” (Jn 20,25), dice Tomás. Y Jesús no lo humilla; lo busca, lo invita, le muestra sus llagas gloriosas. No le ofrece argumentos de laboratorio ni razonamientos abstractos: le ofrece su propio Cuerpo, marcado por el Amor.
“¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). ¡Qué grito tan breve y tan profundo! En esas cinco palabras Tomás sintetiza la fe de toda la Iglesia, la fe que no nace de ver, sino de encontrarse con el Resucitado, la fe que es don y respuesta, gracia y acto de libertad.
Y entonces, en un gesto de infinita ternura, Jesús declara: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). ¡Aquí estamos nosotros, hermanos, herederos de esa bienaventuranza, llamados a ser testigos del Resucitado en medio de un mundo escéptico, herido y hambriento de esperanza!
No podemos callar. Como Pedro, cuya sombra curaba a los enfermos (cf. Hch 5,15), también nosotros debemos ser portadores de la vida nueva, dejar que la luz de Cristo atraviese nuestras palabras, nuestras obras, nuestra presencia misma.
San Juan Pablo II nos enseñó que “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor” (Redemptor Hominis, 10). ¿Y qué es la Pascua sino la manifestación suprema del Amor que salva, que no se cansa, que levanta del polvo al abatido?
Pero, ¡ay!, también nosotros corremos el riesgo de ser cristianos de puertas cerradas, cristianos de domingo, cristianos sin resurrección. ¡Qué tragedia sería vivir como si Cristo no hubiera resucitado! “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15,14), clama San Pablo. Y es vana la fe que no se traduce en obras de misericordia, en gestos de reconciliación, en vidas entregadas.
Hoy el Resucitado sopla sobre nosotros, como sobre aquellos primeros discípulos, y nos entrega su Espíritu. Nos confía el poder maravilloso de perdonar. Nos envía al mundo, no como jueces severos, sino como portadores de su infinita misericordia, esa que canta el salmista: “Eterna es su misericordia” (Sal 118).
Queridos hermanos: no nos conformemos con una fe de museo, con una Pascua rutinaria. ¡No! Hoy somos convocados a encender el fuego de la fe en nuestro interior, a ser antorchas vivas en un mundo que a menudo camina en tinieblas.
¿Dónde está la fe viva en nosotros? ¿Dónde el arrojo de los primeros cristianos, cuya sola sombra sanaba a los enfermos? ¿Dónde la valentía de los mártires, la audacia de los santos, la pasión de los testigos? ¡Cristo no resucitó para que sigamos viviendo como muertos!
Que el Año Jubilar de la Esperanza nos despierte de nuestra modorra espiritual. Que cada uno de nosotros se pregunte: ¿qué sombras puedo disipar con la luz de Cristo? ¿Qué corazones heridos puedo tocar con la misericordia del Resucitado? ¿Qué miedos debo entregar hoy a Jesús para que su paz me transforme?
No tengamos miedo. Como el Hijo del Hombre glorioso que vio Juan en Patmos, Cristo nos dice hoy: “No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1,17-18).
Corramos, pues, como María Magdalena, como Pedro y Juan, a anunciar a todos que ¡el Señor ha resucitado y nosotros somos sus testigos!. Que nuestra vida grite, incluso antes que nuestras palabras: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Y así, cuando llegue el día en que también nosotros nos presentemos ante el trono del Cordero, podamos decir, como los santos de todos los tiempos: “Sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda”.
Cristo vive. ¡No lo busquemos entre los muertos! Que su paz reine en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras comunidades. Que su Espíritu nos envíe al mundo como misioneros de vida, de misericordia, de esperanza.
Hoy es el día que hizo el Señor. ¡Exultemos de gozo y de fe! ¡Aleluya!