“De Hosanna a Crucifícalo: El Drama de un Corazón Dividido”

Hoy iniciamos la Semana Santa con el Domingo de Ramos, el día en que la multitud aclamó a Jesús como Rey y Mesías, extendiendo sus mantos y ramos de olivo en su camino. Pero sabemos cómo termina la semana: aquellos mismos labios que gritaron “¡Hosanna!” pronto vociferarán “¡Crucifícalo!”. Y aquí está el drama que nos interpela: no es solo la historia de Jerusalén, es la historia de cada uno de nosotros.

Porque también nosotros, a menudo, recibimos a Cristo con gozo cuando todo marcha bien, cuando la fe no exige demasiado, cuando es cómoda y festiva. Pero, cuando el Evangelio nos incomoda, cuando amar significa renunciar a nuestro egoísmo, cuando la cruz pesa, ¡cuán fácil es darle la espalda a Cristo! Lo confesamos con nuestros labios, pero lo negamos con nuestras acciones. ¡Cuántas veces también hemos pasado del Hosanna al Crucifícalo!

El profeta Isaías anunció la fidelidad del Siervo de Dios: “No escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no quedaré defraudado” (Is 50,6-7). Jesús encarna esta profecía y avanza hacia la cruz sin resistencia, porque su realeza no es de este mundo, no está construida sobre la violencia ni el dominio, sino sobre el amor y el sacrificio.

San Pablo nos lo recuerda con fuerza: “Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo” (Flp 2,8-9). Y aquí está la paradoja divina: la victoria de Cristo no es la del poder terrenal, sino la del amor que no retrocede ante la entrega total. Su trono es la cruz, su corona es de espinas, su cetro es un clavo atravesando su carne.

El Evangelio de la Pasión nos muestra la brutalidad del rechazo humano: Pilato, que conoce la inocencia de Jesús, lo entrega por miedo a la opinión pública; los sacerdotes, envidiosos, prefieren liberar a un asesino antes que al Autor de la Vida; el pueblo, que había sido testigo de sus milagros, lo desprecia y lo condena. Pero también nos muestra pequeñas luces en la oscuridad: Simón de Cirene que ayuda a cargar la cruz; las mujeres que lloran y permanecen fieles; el buen ladrón que, en el último instante, reconoce en Jesús al Rey de un Reino eterno.

La cruz no es un escándalo para quienes han entendido el Evangelio. Es la piedra angular de nuestra fe. Cristo no nos promete un camino sin dificultades, sino que nos invita a cargar con nuestra cruz y seguirle (Mt 16,24). En esta Semana Santa, preguntémonos: ¿Soy fiel a Cristo solo cuando me conviene? ¿Le alabo con mis labios pero lo niego con mis obras? ¿Soy Simón de Cirene o soy Pilato? ¿Soy el buen ladrón que se convierte o el mal ladrón que se burla?

Hoy, el Señor nos llama a tomar una decisión. No podemos seguir con un corazón dividido. Es el momento de dejarnos transformar por su amor y comprometernos de verdad. No basta con agitar ramos; ¡es necesario abrazar la cruz!

Que esta Semana Santa sea un tiempo de gracia, en el que, con corazón contrito y decidido, caminemos con Cristo hasta la cruz, para que, en la mañana de Pascua, podamos resucitar con él.

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