¡No te quedes mirando al cielo! La Ascensión que nos empuja a la misión
¿Dónde están nuestros ojos puestos hoy? ¿En la tierra que pisamos o en el cielo que se nos ha prometido? ¿En las nubes que velan el horizonte o en las manos traspasadas que se elevan al cielo? La solemnidad de la Ascensión del Señor no es una despedida: es un envío. No es el final de una historia, sino el principio de una misión. No es ausencia, sino presencia transformada. “Este mismo Jesús… volverá”, nos dicen los ángeles (Hch 1,11). Pero mientras regresa, ¡nos ha dejado su obra!
Los Apóstoles miraban al cielo, atónitos, paralizados, como quien teme que todo termine. Y los ángeles los sacuden: “Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?” (Hch 1,11). Es la voz de Dios que hoy también nos sacude a nosotros, Iglesia de Cristo. Hemos contemplado al Resucitado, hemos comido con Él, hemos escuchado su Palabra, hemos sido testigos de su amor… ¡pero nos falta movernos! Nos falta bajar del monte y encarnar la fe. Porque ¡la fe que no desciende a la historia, que no transforma corazones, es una fe estéril!
Jesús asciende para hacernos madurar. Ya no nos lleva de la mano; ahora nos empuja con el fuego del Espíritu. “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos” (Hch 1,8). Este es el verdadero sentido de la Ascensión: Cristo no sube al cielo para alejarse, sino para derramarse en nosotros, para llenar el mundo con su Cuerpo que es la Iglesia (Ef 1,23).
Pablo nos grita con toda la fuerza del corazón: “El Padre ha puesto todo bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza” (Ef 1,22). Nosotros, los miembros de ese Cuerpo, tenemos una tarea gloriosa: hacer visible al Invisible, hacer presente al que ha subido. Cada vez que amamos al enemigo, que servimos al pobre, que defendemos la verdad, que nos unimos en el perdón, hacemos presente al que ascendió.
La Ascensión no nos deja huérfanos, nos deja responsables. “Ustedes son testigos de esto” (Lc 24,48), nos dice Jesús. No testigos de un recuerdo, sino de una Presencia viva. Somos testigos del Reino que crece como grano de mostaza, del Amor que no se impone pero transforma, del Dios que reina desde una cruz y no desde un trono de oro.
Y por eso, la Ascensión también es un juicio. Es el juicio de nuestra tibieza. ¡Demasiadas veces preferimos quedarnos mirando al cielo mientras el mundo arde, mientras el pobre sufre, mientras los jóvenes se pierden! Hemos hecho de la Iglesia un refugio cómodo en lugar de una tienda de campaña. Nos hemos encerrado en lo ritual, mientras el Resucitado nos empuja al camino, como empujó a los discípulos en Emaús.
¡No nos ha dejado solos! Nos ha dejado el Espíritu, fuerza de lo alto, fuego que purifica, viento que impulsa. El mismo que habló por los profetas, el que descendó en Pentecostés, el que renueva la faz de la tierra. El Paráclito nos urge, nos arranca de nuestras seguridades, nos lanza a ser testigos hasta los confines.
Queridos hermanos: que la Ascensión no sea un día para mirar al cielo, sino para bajar con los ojos encendidos. Que no seamos cristianos nostálgicos, sino apóstoles valientes. Que nuestro templo no sea solo de piedras, sino de corazones en fuego. Que si alguien pregunta dónde está Jesús, podamos decir sin miedo: “Está aquí, en medio de nosotros, en el que sirve, en el que ama, en el que espera, en el que lucha por el Reino”.
¡Marchemos! ¡Cristo ha subido al cielo, pero su Iglesia sigue en la tierra! Que nos encuentre en camino, con la mirada fija en Él y los pies en la historia. Amén.