Homilía de Monseñor Gabriel Ángel Villa Vahos, Arzobispo de la Arquidiócesis de Tunja, en las ordenaciones de diáconos y presbítero, 10 de junio de 2021
“Aquí estoy señor, para hacer tu voluntad”.
Esta fue la convicción de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote: hacer en todo la voluntad del Padre; ese fue su alimento y hasta en la hora más difícil de su historia en la tierra, se mantuvo firme en esa convicción: Padre, si es posible aparta de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya. “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”. Así lo hemos repetido como eco al salmo. Tal vez nos resulte fácil decirlo de labios, pero aceptarlo y vivirlo, requiere una gran dosis de fe.
Esta decisión de hacer la voluntad de Dios la vivió el siervo sufriente del que nos habló el texto de Isaías. Con un vocabulario litúrgico se describe su pasión y su muerte, ofrecida como expiación justificadora de los pecados de todos. La memoria de su entrega silenciosa a favor de los culpables, revela el sentido que tiene el dolor en el designio salvífico de Dios: en el cargar con el pecado de todo el mundo, está la salvación de todos. En Jesús se cumple plenamente este cántico. Él, el servidor que dio su vida por todos, llevó a cumplimiento la voluntad del Padre para darnos vida nueva.
La última cena de Jesús con los suyos no fue una comida cualquiera, sino el inicio de la fiesta de la Pascua cristiana, que se instituye y vive en el contexto de la pascua judía, cundo los israelitas se reúnen para comer el cordero sacrificado en el Templo y celebrar la liberación de la esclavitud de Egipto. De acuerdo con el rito judío, se bebe una primera copa con la que se da por terminada la antigua pascua.
A partir de este momento es cuando Jesús, en lugar del cordero pascual, ofrece como comida su propio Cuerpo sacrificado por la humanidad, y en lugar de la copa del recuerdo de la antigua alianza, les da su propia Sangre, con la que se sella la nueva y definitiva alianza. Luego ordena a sus discípulos que esto lo sigan haciendo en memoria suya, como nueva pascua de los cristianos. Aquí está pues el sentido y significado de esta fiesta: Jesús es el Sacerdote de la Nueva y definitiva Alianza, y en su delicado e infinito amor, participa su sacerdocio a sus discípulos y lo prolonga en la Iglesia, para seguir actualizando su sacrificio redentor en la Eucaristía.
Muy amados hijos Angelo Farid y Oscar David, reciben hoy el sacramento del Orden en el grado de diáconos. El nombre diácono, está indicando la misión que le corresponderá desempeñar: servidores. Servidores al estilo de Jesús, para hacer como Él la voluntad de Dios. En la imagen de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos, pueden contemplar con claridad lo que el Maestro quiere de ustedes: hay que lavarse los pies los unos a los otros, esto es, servir con amor. No se pertenecen, pertenecen a Cristo para bien de los hermanos. El ministerio es para servir, no para servirse de él. Estamos para servir a la Iglesia, no para servirnos de la Iglesia.
Tendrán como oficio propio, administrar solemnemente el Bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir los matrimonios y bendecirlos en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de exequias. Dedicados de manera especial a los oficios de caridad y de la administración.
Muy apreciado Miguel Ángel, llega finalmente al momento para el cual se preparó por muchos años: ser presbítero en la Iglesia Católica. Tal como nos lo enseña el Magisterio de la Iglesia, los presbíteros son los próvidos colaboradores del orden episcopal. El documento conclusivo de Aparecida, hablando de la identidad de los presbíteros los define como discípulos misioneros de Jesús Buen Pastor: “El presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser el hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades” (DA 198).
Apreciado Miguel Ángel, hermanos sacerdotes presentes y quienes nos siguen, no lo olvidemos “El Pueblo de Dios siente hoy la necesidad de presbíteros que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros misioneros movidos por la caridad pastoral que los lleve a cuidar del rebaño y a buscar a los más alejados, predicando la Palabra de Dios, siempre y en profunda comunión con su Obispo, con los presbíteros, los diáconos, los religiosos y laicos. El pueblo de Dios reclama presbíteros servidores de la vida, que estén atentos a las necesidades de los más pobres. Presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación (DA 199), sencillos y cercanos al pueblo de Dios. Y en estos difíciles momentos de nuestra Patria sí que necesitamos ser portadores del Evangelio de la esperanza, de la paz, la justicia, la reconciliación. Así los quiere, así nos quiere el Señor.
La invitación de Jesús a perderse a sí mismo, a tomar la cruz, remite al misterio que ahora mismo estamos celebrando: La Eucaristía, memorial del sacrificio de Cristo en la Cruz. Con el Sacramento del Orden se nos confía presidir la Eucaristía, el Sacrificio Redentor de Cristo. Ciertamente Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a su Iglesia, su Esposa, en la Cruz. En el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía, gracias al poder sagrado que el sacramento del Orden nos confiere como presbíteros de la Nueva Alianza.
Queridos hijos que reciben hoy el orden sagrado como diáconos y como presbítero: para dedicarse con empeño y permanecer con el Señor, ustedes prometen públicamente obediencia como actitud de escucha, para atender a la voluntad de Dios a través de la Iglesia y para vivir la comunión. Asumen la obediencia como ofrenda a Dios y a la Iglesia, para no estar atados a los propios intereses, sino para estar atentos a escuchar lo que el Señor quiere de ustedes, para ir allí donde se les necesite, para vivir de acuerdo con la Palabra de Dios y la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Con ello aceptan que no son dueños, sino administradores de la multiforme gracia de Dios y de los bienes de la Iglesia.
Asumen en libertad el celibato para estar siempre disponibles, para amar a todos, con corazón limpio. Ustedes le pertenecen a todos, pero no son de nadie en particular, son de Dios para sus hermanos. El celibato les permitirá permanecer libres para amar a todos con un amor limpio, como Cristo nos amó. Serán padres para engendrar hijos para Dios, pero no hijos carnales.
Para asemejarse de verdad al Maestro deben vivir en espíritu de pobreza y desprendimiento para considerar siempre a Dios como el lote de su heredad, para no dejarse enredar por los halagos del mundo. Lo ha dicho Cristo, y debemos tomarlo con seriedad, no se puede servir a dos señores: a Dios y al dinero. Si viven las actitudes de Jesús, pobre, casto y obediente, podrán ser para el mundo testimonio de la llegada del Reino de Dios y ser reconocidos como auténticos pastores que conducen al Rebaño a pastos abundantes y a fuentes refrescantes.
El rito de la ordenación está cargada de gestos muy significativos. Vívanlos y llévenlos siempre en la memoria. Que cuando se sientan desfallecer recuerden que han recibido la fuerza del Espíritu por la imposición de manos; cuando aparezca la tentación de aparecer como dueños y señores, recuerden que se postraron como signo de abajamiento y despojo; cuando llegue la tentación de tocar y apropiarse de los que no les es lícito, recuerden que fueron ungidos y que sus manos no deben tocar nada impuro.
Hermanos sacerdotes y diáconos, participar en una ordenación es una magnífica oportunidad para revivir el día de nuestra propia ordenación, ese acontecimiento trascendental en nuestra historia persona. Nos hace bien a los sacerdotes hacer nuestras las palabras, que dentro de poco escucharemos, al entregar a Miguel Ángel la ofrenda del pan y el vino: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. ¿Lo estamos llevando a cabo?
Amados hijos Miguel Ángel, Oscar David, Angelo Farid, los recibimos con alegría y esperanza en el seno del presbiterio de la Arquidiócesis de Tunja. Procuren ser siempre fermento de comunión y de unidad. Lo indica la exhortación sobre la formación sacerdotal: el ministerio ordenado, por su propia naturaleza, sólo puede ser desempeñado en la medida en que el presbítero esté unido a Cristo mediante la inserción sacramental y en la medida en que esté en comunión jerárquica con el propio Obispo. El ministerio ordenado tiene una radical forma comunitaria y sólo puede ser ejercido como una tarea colectiva (PDV 17).
Amados fieles que hoy nos acompañan en la Iglesia Catedral y quienes nos siguen a través de Telesantiago y demás medios: contemplando la grandeza del sacerdocio, ustedes tienen razón cuando nos exigen coherencia, testimonio, buen ejemplo, santidad, porque tienen muy claro que somos cristianos cualificados, elegidos, consagrados, quienes debemos en todo momento estar dispuestos, desde la fe a dar la, a mostrar el rostro misericordioso del Padre, a dar la cara por Jesucristo, a transmitir la fuerza del Espíritu Santo, a ser ejemplo de servicio, de generosidad, de humildad, de desprendimiento y sencillez.
¡Qué dolor cuando alguien nos dice que ha perdido la fe o se ha apartado de la Iglesia por el mal ejemplo de un sacerdote! Si bien la fe debe estar puesta siempre en Jesucristo y el referente es Él, quien consagra su vida a Cristo tiene la grave responsabilidad de hacer creíble a la persona de Jesús, del cual se ha hecho heraldo. Ustedes quieren y exigen sacerdotes y consagrados dedicados por entero a la obra del Señor, en definitiva, ustedes quieren sacerdotes santos. Pues bien, necesitamos su ayuda, su cercanía espiritual, sus oraciones.
Damos gracias a Dios por el ministerio sacerdotal y diaconal que reciben estos hermanos nuestros. Damos gracias a Dios por sus padres que los han engendrado y hecho hijos de Dios. Gracias a los maestros y formadores que les han ayudado a madurar su vocación. Gracias a las comunidades parroquiales que los han visto crecer y a las que los han acogido en su apostolado. Que María, nuestra Señora del Milagro, sea siempre para ustedes un aliciente en la fe, para perseverar en el deseo de hacer como ella, siempre y en todo, la voluntad de Dios. San José, quien en elocuente silencio, estuvo atento a cumplir la voluntad de Dios, los cuide y proteja siempre. Que con Jesús, con Santa María y San José, podamos decir de corazón y hasta el final, “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad”. Amén.