Hay palabras que no pueden ser escuchadas con ligereza, frases que reclaman del corazón humano una respuesta total. Estas palabras de Jesús no son simples consejos espirituales, ni ideas decorativas para una vida cómoda. Son una promesa abrasadora y una exigencia radical. Son, si se quiere, una declaración de amor divino con condiciones humanas. Porque el amor verdadero no se vive en lo abstracto, sino en la carne, en la obediencia concreta a la Palabra.

Hoy, el Evangelio nos deja un eco tan tierno como inquietante: “el que me ama, guardará mi palabra”. ¡Qué lejos estamos de un cristianismo sentimental, inofensivo, cómodo! Jesús no dice “el que me ama, me recordará con cariño”, ni “el que me ama, vendrá de vez en cuando al templo”, ni mucho menos “el que me ama, me mencionará en sus redes sociales”. No. Él dice: “guardará mi palabra”, y eso es una bomba contra la superficialidad, contra el relativismo, contra esa fe liviana como espuma que no soporta el fuego de la cruz.

En un mundo donde se desprecia la fidelidad y se glorifica la novedad; donde se nos enseña a seguir nuestros caprichos en vez de la voluntad de Dios, Jesús nos recuerda que el verdadero amor se prueba en la obediencia. Como enseñaba San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”—sí, pero si amas de verdad, querrás lo que Dios quiere. La obediencia a la Palabra no es esclavitud, es la máxima libertad del corazón que se entrega. “Su mandamiento no es gravoso” (1 Jn 5,3), decía Juan. El que ama, obedece con alegría.

Y aquí viene la paradoja más hermosa: cuando uno guarda la palabra de Cristo, ¡Dios mismo viene a vivir en uno! ¿Se dan cuenta del escándalo de esta afirmación? El Infinito, el Eterno, el Todopoderoso… quiere hacer morada en nuestro pecho, en nuestra miseria, en nuestra lucha. No sólo nos visita: habita en nosotros. Como decía San Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios”. ¡Eso es Pascua! ¡Eso es resurrección! ¡Eso es el cristianismo!

Pero, ¿qué nos impide vivir esta promesa? ¿Por qué no experimentamos esta presencia transformadora del Resucitado? Quizás porque queremos ser cristianos sin cruz, discípulos sin docilidad, misioneros sin oración, católicos sin conversión. ¡Eso no existe! Es como querer ser atleta sin entrenamiento, como querer cosechar donde no se ha sembrado. Hoy el Señor nos llama a dejar la mediocridad espiritual, a renunciar al Evangelio edulcorado y sin poder, y a volver al fuego ardiente de su Palabra.

La primera lectura nos recuerda algo decisivo para esta hora: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponerles más cargas que las indispensables” (Hch 15,28). Esta frase es el eco de una Iglesia que no se aferra a estructuras caducas, sino que discierne en el Espíritu. Una Iglesia que, en medio del conflicto y la discusión, busca lo esencial del Evangelio. ¡Cuánto necesitamos hoy de ese mismo Espíritu para liberarnos de tradiciones humanas que sofocan el alma, de legalismos sin vida, de normas sin caridad!

El Espíritu Santo no es un lujo opcional del cristiano; es su aliento, su fuerza, su memoria viva de Cristo. Jesús lo llama “el Consolador”, el que enseña, el que recuerda, el que guía a la verdad completa. Sin el Espíritu, la fe se vuelve ideología; la liturgia, rutina; y la caridad, activismo. ¡Necesitamos una nueva efusión del Espíritu que incendie los corazones! Como decía San Juan Crisóstomo: “El Espíritu hace posible lo imposible, fácil lo difícil y ligero lo pesado”. Que venga, pues, el Espíritu Santo, no como un susurro tímido, sino como un viento impetuoso que derribe nuestras resistencias.

Y mientras el mundo construye ciudades de egoísmo, de violencia, de indiferencia, nosotros somos testigos de otra Ciudad: la Jerusalén celestial que desciende del cielo, iluminada por el Cordero (cf. Ap 21,10-23). Esta visión no es un escape espiritual, sino una promesa activa. ¡La Iglesia está llamada a anticipar esa ciudad en medio de la historia! ¡Estamos llamados a edificar desde ahora comunidades donde no hay templo hecho de piedra, sino templos vivos del Espíritu! Hogares donde el amor sea ley, parroquias donde la alegría sea testimonio, diócesis donde la paz de Cristo sea el clima.

¿Es esto posible? ¡Sí, lo es! Pero exige una conversión. No de palabra, sino de vida. No de apariencia, sino de corazón. Basta ya de ser católicos a medias, tibios, estériles. El mundo no necesita más cristianos grises. Necesita testigos encendidos. Como decía el Papa Francisco: “Prefiero una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse”. ¡Salgan, entonces! ¡Vivan como resucitados! ¡Amen como si el mundo dependiera de su testimonio! Porque, hermanos míos, ¡el mundo depende de su testimonio!

Hoy el Señor Resucitado no nos ofrece una vida fácil. Nos ofrece una vida llena. No nos promete seguridad terrenal, sino santidad eterna. Nos invita a amar, a guardar su Palabra, a recibir al Espíritu, y a vivir como ciudadanos de la Jerusalén celestial ya desde ahora. ¿Aceptaremos su invitación?

Hoy es el día. No mañana. No cuando tengamos tiempo. Hoy. Como decía San Bernardo: “El que no quiera hoy, menos querrá mañana”. Que no se turbe su corazón. Que no se acobarde. Que su amor sea concreto. Que su fe sea obediencia. Que su esperanza sea fuego. Y entonces, el mundo verá en ustedes, no simples creyentes, sino moradas vivas del Dios que ha vencido a la muerte.

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