A muchos les costaba aceptar a Jesús. Lo veían caminar por sus calles, lo escuchaban hablar en la sinagoga, lo conocían desde niño. Sabían quién era su familia y lo que había hecho como carpintero. Por eso se escandalizaban: “¿No es este el hijo de José? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?”. Les resultaba imposible creer que en alguien tan común pudiera estar escondida la grandeza de Dios.
Ese escándalo sigue vivo en nosotros. Porque muchas veces pensamos que Dios solo se revela en lo extraordinario, en los milagros visibles, en las experiencias que quitan el aliento. Pero Jesús nos enseña otra cosa: lo divino se oculta en lo ordinario, en lo cotidiano. En lo que parece insignificante a los ojos del mundo.
Por eso Él insiste: “El que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. Y aquí hay algo muy hermoso: Jesús no dice que ofrece pan, sino que Él mismo es el pan. No se trata de una cosa, se trata de una persona. Él se entrega como alimento. Y ese pan no se compra, no se fabrica con esfuerzo humano, no se produce en cantidades industriales. Ese pan es don, es gracia, es regalo.
En nuestra tierra colombiana lo entendemos bien: el pan que compartimos en la mesa es signo de familia, de cariño, de comunidad. Es lo primero que se ofrece al visitante y lo que se parte para que alcance a todos. Así es Jesús: pan compartido, pan que une, pan que no se guarda sino que se reparte.
Y, sin embargo, muchas veces nosotros, como aquellos judíos en la sinagoga, también dudamos. Queremos una fe sin misterio, algo que se pueda explicar con lógica, algo que no nos incomode. Queremos un Dios que responda a nuestras preguntas y nos dé pruebas inmediatas. Pero Jesús no se explica: se acoge. No se entiende del todo: se cree. No se discute: se saborea.
Cuando miramos nuestra realidad como país, marcada tantas veces por la violencia, la corrupción, la pobreza, el dolor de tantas familias desplazadas o enlutadas, podemos sentir el mismo escándalo de los contemporáneos de Jesús: “¿Dónde está Dios?”. Y sin embargo, Él sigue estando, oculto, humilde, presente en el pan de la Eucaristía. Allí se nos da la certeza de que no estamos solos, de que en medio de tantas heridas hay un Dios que nos acompaña y que, como buen pan, se parte para darnos vida y fuerza.
La misa, entonces, no es un rito vacío ni una costumbre dominical. Es el momento en que lo ordinario se convierte en extraordinario. Es cuando un pedazo de pan y un poco de vino, tan comunes en nuestra mesa, se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Allí la eternidad toca lo cotidiano. Allí la esperanza vuelve a encenderse.
Pero para descubrirlo necesitamos educar la mirada. Necesitamos aprender a entrar en el misterio con un corazón sencillo, dispuesto a dejarse sorprender. Por eso, como comunidad, estamos llamados a crecer en la formación litúrgica: a comprender qué celebramos, por qué nos arrodillamos, por qué hacemos silencio, por qué cantamos, por qué comulgamos. Porque cuando entendemos, nuestro corazón se abre más profundamente.
Estamos llamados también a recuperar el sentido de lo sagrado. Que la misa no sea una rutina, sino un encuentro que transforma. Que entremos al templo con gratitud, sabiendo que allí nos espera el mismo Señor. Que nuestros gestos, nuestras palabras, nuestro silencio, reflejen que estamos frente a un misterio que nos supera, pero que nos ama.
Y estamos llamados, finalmente, a preparar el corazón antes de recibir la comunión. A no acercarnos por costumbre, sino con un deseo sincero de acoger a Jesús. Preparar el alma significa reconciliarnos, perdonar, pedir perdón, abrirnos al amor. Porque comulgar no es “hacer fila”, es dejar que Cristo entre en nuestra vida para darnos fuerzas en medio de nuestras luchas.
En medio de tantas dificultades, la Eucaristía es la gran esperanza. Allí Jesús nos recuerda que nuestra vida no se queda en las heridas, sino que está llamada a la plenitud. Allí nos promete que quien cree en Él tiene vida eterna, aunque ahora esté cargado de pruebas. Allí nos asegura que la muerte no tiene la última palabra, que la oscuridad no vence, que la desesperanza no será la dueña de nuestro futuro.
Hermanos, creer en Jesús, Pan de Vida, es aprender a descubrir a Dios en lo pequeño, en lo sencillo, en lo que parece común. Es aprender a saborear la esperanza que Él nos regala cada vez que nos reunimos alrededor de la mesa del altar. Es confiar en que, aunque nuestra realidad sea difícil, hay un alimento que nunca se agota, un pan que siempre nos sostiene, una presencia que jamás nos abandona.
Jesús sigue siendo el pan vivo bajado del cielo. Y cada vez que comulgamos, nuestra vida se llena de su fuerza, de su paz, de su amor. En Él está nuestra esperanza, la esperanza que no defrauda.