“Mi carne es verdadera comida” (Jn 6,55)
Cuando Jesús dijo aquellas palabras, el silencio debió ser profundo. Muchos de sus oyentes se miraron entre sí con desconcierto, otros murmuraban y algunos incluso se escandalizaron: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. Era algo que sonaba imposible, incomprensible, hasta ofensivo. Pero Jesús no se retractó ni suavizó su lenguaje. Con firmeza volvió a insistir: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día”.
Aquellos hombres y mujeres no entendían que Jesús no hablaba en símbolos bonitos ni en metáforas para conmover. Estaba revelando el corazón del misterio cristiano: su entrega real, su presencia viva en el pan y el vino consagrados. Desde entonces, cada vez que celebramos la Eucaristía, no repetimos un rito vacío, no asistimos a un simple recuerdo. Allí, en medio de nosotros, Cristo mismo se nos da como alimento, se ofrece como verdadero Pan que sacia el hambre más profunda de nuestro corazón: hambre de amor, de justicia, de sentido y de vida.
Pensemos en lo que ocurre cuando compartimos una comida en familia. No se trata solo de llenar el estómago: es un momento que une, que fortalece los lazos, que devuelve la esperanza. Eso mismo, y mucho más, ocurre cuando nos sentamos a la mesa del altar. Quien come este Pan no sale igual que como entró: se transforma, porque Cristo vive en él y le da la fuerza para amar.
Pero quien comulga no puede quedarse solo en el gesto. El Pan que recibimos en la Eucaristía nos compromete. Así como Jesús se partió y se entregó por amor, nosotros estamos llamados a partirnos y entregarnos en la vida diaria. La carne de Cristo recibida en la comunión nos exige reconocerlo también en el pobre, en el necesitado, en el rechazado. De nada sirve acercarse al altar con devoción si después se cierra el corazón al hermano que sufre.
Por eso, la Eucaristía nos impulsa a ser una Iglesia en salida. No una comunidad cerrada, preocupada solo por sus cosas, sino una casa abierta donde cualquiera pueda entrar. Una Iglesia que no se encierra en los templos, sino que sale a los caminos, a los barrios, a las veredas, a los lugares donde hay dolor y soledad. Una Iglesia que sabe reconocer a Cristo en el niño con hambre, en la madre que llora por su hijo, en el campesino olvidado, en el joven que busca oportunidades y no las encuentra.
En Colombia, donde tantas veces nos hemos acostumbrado a ver la pobreza como paisaje y la exclusión como normalidad, la Eucaristía es un grito que nos despierta. Si Cristo se nos da como comida, también nosotros debemos hacernos alimento para los demás. Si Cristo se ofrece como pan partido, también nosotros debemos dejar que nuestra vida se parta en servicio y en entrega.
Hoy, al escuchar su voz, entendemos que comulgar no es un gesto automático, no es una costumbre que repetimos cada domingo. Comulgar es entrar en comunión con su vida y con su misión. Es aceptar que, al recibirlo, nos convertimos en sus manos, en sus pies, en su corazón en medio del mundo.
“Mi carne es verdadera comida”. Al recibirla, nos hacemos uno con Él, y entonces ya no podemos vivir para nosotros mismos. Estamos llamados a vivir para los demás. Esa es la verdadera vida que no termina, la vida eterna que comienza aquí y ahora, cada vez que nos alimentamos de su amor.