La Resurrección
¡El Señor ha resucitado! El hecho fundamental de la religión cristiana.
Fuente: Apologetica.org
“¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!” (Lc 24,34). Con esta fórmula resume Lucas la afirmación decisiva de nuestra fe. El movimiento de Jesús hubiera concluido con el fracaso de la cruz y la dispersión de sus seguidores si no hubiera sido por ese acontecimiento excepcional con el cual todo comenzó de nuevo. La proclamación de la resurrección de Jesús es absolutamente fundamental y sin ella no habría fe cristiana. Y es en la veracidad de esta afirmación donde nuestra fe se juega su ser o no ser. Porque, como señaló ya en los primeros tiempos el apóstol Pablo, si Jesús no hubiese resucitado la predicación sería vana y seríamos los hombres más dignos de compasión (1 Cor 15, 14.19).
El mensaje sobre la resurrección de Jesús contradice nuestra experiencia diaria sobre la muerte, que se nos presenta como algo definitivo, sin posibilidad de retorno. Es por eso por lo que su aceptación no ha estado exenta de problemas. Ya en los relatos evangélicos podemos descubrir huellas de las dudas y de la incredulidad con la que algunos recibieron la noticia. Dos mil años después de aquellos hechos, ¿es posible sostener razonablemente nuestra fe sobre la resurrección de Jesús? ¿Fue la resurrección un acontecimiento real, o se trata de algo meramente simbólico, de un mito legendario? ¿Qué razones podemos ofrecer para que no se nos acuse de que nuestra fe en la resurrección de Jesús carece de todo fundamento?
La resurrección de Jesús es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas. Se trata, ciertamente, de un acontecimiento único, difícil de reducir a esquemas o conceptos conocidos. Pero, pese a todo, dejó huellas que aún podemos reconocer y que nos permiten afirmar que nuestra fe en la resurrección de Jesús no es irracional, sino que se puede fundamentar sólidamente de un modo racional. Vamos a reflexionar brevemente sobre algunas huellas, signos y testimonios que nos pueden servir para fundamentar racional y críticamente nuestra fe en la resurrección de Jesús.
a.- El enigma del origen del movimiento cristiano.
Es un hecho incuestionable, incluso para los historiadores no cristianos, que el movimiento de los seguidores de Jesús comenzó a tener importancia tras su muerte. Del mismo modo, es también indudable que la muerte de Jesús en la cruz (cuyo carácter histórico hoy nadie discute) significó, de modo inmediato, el fracaso de la causa de Jesús y el abandono y la fuga de sus seguidores. Sin embargo, es también un dato histórico indiscutible el que, poco tiempo después de la muerte de Jesús y de la fuga de sus seguidores, éstos regresaron y proclamaron con un entusiasmo que nada tenía que ver con su abandono anterior, que Jesús había resucitado. ¿Cómo explicar históricamente esta situación? ¿De dónde sacaron sus seguidores la fuerza para llevar la buena noticia hasta los confines del Imperio Romano? Un examen histórico del origen del cristianismo nos conduce inevitablemente a la conclusión de que algo excepcional, como una gran explosión, aconteció tras el fracaso absoluto de la muerte en la cruz. ¿Cuál fe la “chispa” que, tras la catástrofe, desencadenó el desarrollo del nuevo movimiento? La única explicación que da razón suficiente de este espectacular comienzo es la de que fue el convencimiento de los seguidores de Jesús de que éste realmente había resucitado lo que desencadenó el comienzo del nuevo movimiento. Tal y como sucedieron las cosas, no es razonable sostener que fue la fe de los discípulos en Jesús lo que originó su fe en la resurrección, sino que fue más bien la experiencia de éstos de que Jesús vivía lo que desencadenó la nueva fe en Jesús. La resurrección de Jesús sorprendió completamente a sus discípulos y, además, se situaba totalmente fuera de lo que éstos razonablemente podían esperar. En definitiva, sólo si la resurrección fue algo real para los discípulos es posible explicar razonablemente los orígenes del movimiento de Jesús, tras su muerte.
b.- Los primeros testimonios.
Los exégetas coinciden en señalar que el texto escrito más antiguo que proclama la resurrección de Jesús se halla en la primera carta a los Corintios de Pablo, capítulo 15, versículo 3 y siguientes: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefás y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a los apóstoles”. Es sabido que Pablo escribió la primera Carta a los Corintios hacia el año 56 o 57 a más tardar y, probablemente, hacia el año 54. En ella les recuerda lo que ya les había dicho en su estancia en esa ciudad, estancia que se produjo hacia el año 50. El tiempo en el que Pablo recibió esa catequesis (no olvidemos que dice que “os transmití (…) lo que a mi vez recibí”) debió ser entre los años 35 y 37, cuando visitó en Jerusalén a Pedro y Santiago. Esto significa que la formula que se expresa en este texto se había ya fraguado tan sólo de tres a seis años después de la muerte de Jesús. Ni que decir tiene la gran trascendencia de todo esto, pues ello supone que esta primitiva formulación de la resurrección de Jesús se remonta a muy pocos años después de la muerte de Jesús y se apoya en el testimonio de numerosas personas que todavía vivían y a las que se podía consultar. Difícilmente la buena noticia hubiera podido extenderse si la palabra de esos testigos no hubiera sido digna de crédito para quienes la escucharon, todo lo cual apunta a que esos testimonios expresaban un acontecimiento que, para ellos, era absolutamente real.
De otro lado, los relatos evangélicos sobre las apariciones constituyen también un testimonio sobre la resurrección de Jesús. Si bien su elaboración es seguramente mas tardía y en estos relatos son numerosos los datos contradictorios, lo cierto es que es posible la reconstrucción de estos acontecimientos pascuales, cuyo último núcleo histórico no es posible desconocer.
c.- El sepulcro vacío.
Es cierto que el sepulcro vacío ni es en sí mismo una prueba de la resurrección de Jesús ni fue interpretada, en el primer momento, en ese sentido por quienes lo descubrieron. Pero no es posible tampoco dudar de su carácter histórico. En su favor no sólo está el testimonio múltiple de los cuatro evangelistas, sino también un dato obvio: sin tumba vacía no se habría podido anunciar la resurrección de Jesús en el ámbito judío, sobre todo en Jerusalén; además, los judíos, en polémica con los cristianos, no negaron el hecho del sepulcro vacío, sino que lo interpretaron de otro modo. La historicidad del sepulcro vacío encuentra también un buen apoyo en los textos históricos sobre el redescubrimiento del sepulcro en el siglo IV, tras la conversión del emperador Constantino. En definitiva, el sepulcro vacío es también, a su manera, un “signo” o “huella” de la resurrección de Jesús.
d.- Otro testigo mudo de la resurrección: la Sábana Santa de Turín.
En Turín se conserva un lienzo, conocido como la Síndone o Sábana Santa, que, según resulta de los numerosos estudios científicos a los que ha sido sometido, fue el utilizado en la sepultura de Jesús de Nazaret. Este lienzo refleja con un realismo aterrador las torturas y tormentos a que fue sometido Jesús antes y durante la crucifixión. Pero, igualmente, en la Sábana Santa de Turín los científicos han encontrado huellas sorprendentes que indican que este lienzo es el testimonio silencioso pero elocuente de la resurrección de Jesús.
Con la muerte de la primera generación de cristianos desaparecieron los testigos directos de la resurrección, lo que debió contribuir a que surgieran dudas entre los nuevos seguidores, a las que se dedica la conocida admonición “dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29). Sin embargo, y pese a los dos mil años transcurridos, como hemos visto brevemente en estas líneas, todavía es posible hoy, sin que ello contravenga nuestra inteligencia, gritar con júbilo como aquellos primeros discípulos “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado! “.