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Buenos días (tardes, noches) queridos hermanos. Sean bienvenidos a la Casa del Señor para celebrar juntos la santa Misa en el tercer domingo del tiempo ordinario. Este día retomamos la lectura del evangelio de San Mateo, el cual nos acompañará durante todo el presente ciclo litúrgico. Hoy comienza Jesús eligiendo a sus primeros discípulos. Atentos a la voz de Dios, en nuestra condición de discípulos, dispuestos siempre a dejarnos instruir por su Maestro, comencemos la celebración de hoy.
Reflexión
Luego del arresto de Juan Bautista el Señor Jesús «se dirigió a Galilea». En Cafarnaúm el Señor estableció su “centro de operaciones”. Pedro lo hospedaba en su casa, y allí acudía mucha gente para escucharlo o para llevarle a sus enfermos y ser curados. Desde allí iba y venía recorriendo «toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo».
En la predicación inicial del Señor, su primera exhortación fue un llamado a la conversión: «Conviértanse, porque está cerca el Reino de los Cielos». El mensaje de Jesús busca en primer lugar la reconciliación de los seres humanos con Dios, del ser humano consigo mismo, con sus hermanos y con toda la creación. El Señor ha venido con poder para restituir la comunión entre Dios y los hombres, para restituir la vida divina en todo ser humano.
Su misión se parece a la pesca: se trata de arrancar a los seres humanos de las profundidades del mar, que para los judíos era el símbolo del dominio del mal y de la muerte. El Señor ha venido a devolver al ser humano a su hábitat natural, a restituir su condición humana y a elevarlo a la participación de la vida divina. Dios, sale al encuentro de su criatura humana. Pero no basta el Don de la Reconciliación: también se necesita su acogida, la respuesta que se verifica en la conversión del hombre, en su decisión de volver a Dios, en el compromiso por abandonar el mal para caminar a la luz del Señor.
Desde el inicio de su ministerio público el Señor Jesús asocia a algunos a su misión reconciliadora. Para esta misión de anunciar el Evangelio el Señor, además de los Doce Apóstoles, a lo largo de la historia va llamando también a otros. Así la Iglesia «recibe la misión de anunciar el Reino de Dios e instaurarlo en todos los pueblos».
Luces para nuestra vida cristiana
¿Cuál es la primera palabra que brota de los labios de Jesús al iniciar su ministerio público? «¡Conviértanse!». ¡Ésa es también la primera palabra que el Señor nos dirige a cada uno, que te dirige a ti y a mí hoy! ¡Conviértete! El imperativo “conviértanse”, es un llamado a cambiar de mentalidad. ¿Es que puede haber un verdadero y duradero cambio de vida si no nos despojamos de la forma de pensar, si no abandonamos los criterios y juicios que nos llevan a obrar de un modo muy distinto al que Dios nos enseña? Un auténtico cambio de conducta y de vida requiere de un cambio de mentalidad. Uno vive como piensa. Si pienso “como todo el mundo piensa”, actuaré “como todo el mundo actúa”.
El Señor a todos nos invita a un cambio radical de vida que hunde sus raíces en un cambio de mente, al abandono de criterios o modos de pensamiento propios de un mundo que vive de espaldas a Dios para sustituirlos por los criterios divinos. La conversión no es tan sólo hacer un esfuerzo esporádico por cambiar ciertas conductas pecaminosas, por evitar hacer lo que “está prohibido”. Un cambio de vida implica reformar los pensamientos que nos llevan a pecar, implica “tener la misma mente de Cristo”, implica pensar como Cristo pensó o pensaría en la circunstancia concreta en la que estoy. Si pienso como Cristo piensa, me iré educando a tener los mismos sentimientos de Cristo. De nada servirá cambiar de conducta si no cambio de forma de pensar, si no adquiero una unidad de mente con Cristo. Por ello, es importante que en respuesta al llamado que el Señor hace a cambiar de mente y a la conversión, preguntarnos: ¿Qué criterios debo cambiar? ¿Pienso como Cristo, o pienso como el mundo?
Además, Cristo sigue llamando a algunos a dejarlo todo para seguirlo de cerca, para anunciar su Evangelio, para hacerlos «pescadores de hombres». Por ello, todos tenemos el deber y necesidad de ponernos ante el Señor y preguntarnos sin miedo: ¿Qué quieres de mí Señor? ¿Qué quieres que haga? ¿Es mi vocación la vida matrimonial? ¿O me llamas a la vida consagrada? Si el Señor te llama, no le des la espalda, no te marches como el joven rico. Tampoco dilates tu respuesta.
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